Liderar en tiempos líquidos: cómo la generación de hoy redefine el poder

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El concepto de liderazgo es tan antiguo como la humanidad misma, pero pocas veces ha atravesado transformaciones tan aceleradas como en la actualidad. Durante siglos, América Latina se acostumbró a liderazgos verticales, caudillistas, incluso mesiánicos, donde el líder encarnaba la voluntad de todo un pueblo o de toda una empresa. Hoy, ese modelo se tambalea.

Millennials y centennials, que constituyen la mayoría de la población activa en la región, proponen otra forma de entender el poder: ya no como la imposición de un individuo sobre el resto, sino como la construcción colectiva de confianza, propósito y redes.


El sociólogo Zygmunt Bauman habló de la modernidad líquida: un tiempo en el que nada permanece estable, donde todo fluye, cambia y se adapta. Bajo esa lógica, el liderazgo se convierte también en líquido: fluye entre personas, se comparte en equipos, se reinventa según los contextos. La pregunta es: ¿qué significa liderar en un continente marcado por la desigualdad, la inestabilidad política y la efervescencia tecnológica?


Durante el siglo XIX, los países latinoamericanos nacieron a la vida independiente bajo la sombra de líderes militares y políticos: Bolívar, San Martín, O’Higgins. Encarnaban el heroísmo y el sacrificio. En el siglo XX, los populismos marcaron la narrativa: Perón en Argentina, Vargas en Brasil, Cárdenas en México. Sus liderazgos eran verticales, carismáticos, centrados en la figura de un hombre fuerte.

El final del siglo trajo dictaduras militares que reforzaron la idea de que el poder era control, vigilancia y autoridad. Sin embargo, con la llegada de la democracia, surgieron líderes empresariales y sociales que buscaban inspirar más que imponer. Pero la gran ruptura llegó con la generación digital.


Hoy, un joven latinoamericano no encuentra referentes en caudillos de antaño, sino en influencers que movilizan comunidades en Instagram o TikTok; en emprendedores que logran levantar rondas de inversión millonarias; en activistas que organizan protestas masivas desde un grupo de WhatsApp. El liderazgo ya no se viste de uniforme ni de traje formal, sino de hoodie y auriculares, y se ejerce desde un smartphone conectado a la nube.


La digitalización transformó radicalmente la relación de los jóvenes con la autoridad. Las redes sociales democratizaron la voz: cualquiera puede opinar, cuestionar, denunciar. Un líder que no escuche o que no interactúe con transparencia pierde legitimidad en cuestión de horas.

Los movimientos estudiantiles en Chile, las protestas feministas en México, las marchas por la paz en Colombia o los colectivos ambientales en Brasil muestran que el liderazgo se distribuye entre colectivos, que no dependen de una sola figura. La generación digital prefiere portavoces antes que caudillos, vocerías rotativas antes que presidencias vitalicias.


El teletrabajo, las startups y las comunidades online también reforzaron la idea de equipos horizontales. Un programador en Medellín puede liderar un proyecto global con colegas en Buenos Aires y Madrid, sin haber pisado nunca una oficina central. El liderazgo ya no se mide en metros cuadrados de oficina, sino en la capacidad de inspirar y coordinar a distancia.


¿Qué espera un joven latinoamericano de un líder? Diversas encuestas de Latinobarómetro, BID y consultoras privadas coinciden en tres palabras clave: empatía, coherencia y propósito.


La empatía se refiere a la capacidad de escuchar y comprender las realidades diversas de un continente atravesado por desigualdades. La coherencia se traduce en alinear discurso y acción: un líder que habla de sostenibilidad pero contamina pierde credibilidad. El propósito apunta a la necesidad de un “para qué”: los jóvenes no siguen a alguien solo porque manda, sino porque inspira con un objetivo claro, ya sea reducir la huella de carbono, democratizar el acceso a la educación o impulsar la inclusión financiera.

Además, valores como la diversidad, la equidad de género y el compromiso ambiental se han vuelto centrales. Para las nuevas generaciones, un líder que no se pronuncie frente a estas causas carece de legitimidad.


El problema es que la realidad latinoamericana no siempre acompaña esta visión. Las estructuras políticas y empresariales siguen, en muchos casos, dominadas por liderazgos autoritarios o paternalistas. Los jóvenes que entran en política enfrentan la resistencia de partidos tradicionales. Los emprendedores que proponen modelos horizontales chocan con burocracias rígidas.

A esto se suma la fragilidad económica. En sociedades donde millones viven en la informalidad, la urgencia por sobrevivir hace que a veces la gente prefiera liderazgos fuertes y verticales que ofrezcan seguridad, aunque sacrifiquen participación.

El populismo sigue siendo atractivo para amplios sectores. En Brasil, Argentina o Venezuela, la figura del líder que concentra poder no desaparece, aunque sea cuestionada por los jóvenes. Esa tensión entre el viejo caudillismo y el nuevo liderazgo colaborativo configura el gran desafío de la región.


En Chile, los movimientos estudiantiles de la década pasada produjeron figuras como Gabriel Boric, hoy presidente, que representa un liderazgo surgido de colectivos y no de partidos tradicionales.

En México, colectivos feministas como “Brujas del Mar” han mostrado cómo se lidera desde la colectividad y las redes sociales.

En Colombia, jóvenes en paro nacional de 2021 organizaron estructuras horizontales de protesta, sin jefes, con portavoces temporales.

En el mundo empresarial, casos como Rappi en Colombia o Nubank en Brasil muestran liderazgos jóvenes, ágiles y globales, más preocupados por la experiencia del usuario que por replicar jerarquías corporativas. Estos ejemplos revelan que el liderazgo latinoamericano de hoy se nutre de innovación social y tecnológica, y no necesariamente de los manuales de management clásico.


Mientras en Europa o Estados Unidos los jóvenes líderes emergen con respaldo institucional y recursos estables, en América Latina deben lidiar con precariedad, violencia y falta de confianza institucional. Eso hace que el liderazgo en la región tenga un componente de resiliencia mucho mayor.

El joven líder latinoamericano no solo debe inspirar, sino sobrevivir y resistir. Eso imprime un carácter particular: más combativo, más creativo, más híbrido entre activismo y emprendimiento.


El liderazgo del siglo XXI en América Latina está marcado por la fluidez, la colectividad y el propósito. Los jóvenes han tomado la palabra para decir que no quieren caudillos, sino redes; que no buscan órdenes, sino inspiración; que no siguen símbolos, sino causas.

La gran incógnita es si este liderazgo líquido logrará consolidarse en estructuras políticas y empresariales aún sólidas y jerárquicas. Lo cierto es que la historia ya cambió: el futuro del liderazgo en la región será menos de pedestal y más de tejido.


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