Startups de impacto social: cuando emprender significa cambiar vidas

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Hasta hace pocos años, el ecosistema emprendedor latinoamericano estaba dominado por el sueño de crear unicornios, empresas valuadas en más de mil millones de dólares que atraían la atención de fondos internacionales y prometían transformar las economías regionales. Sin embargo, en paralelo comenzó a gestarse una corriente distinta, la de los emprendedores que ponen en el centro a las personas y al planeta. El cambio no fue casual. Según datos del Banco Mundial, la región sigue siendo la más desigual del planeta, con un 30 % de su población en condición de pobreza y enormes brechas de acceso a salud, educación y servicios básicos. Frente a ese panorama, jóvenes emprendedores comenzaron a preguntarse: ¿y si usamos la lógica de la innovación tecnológica para resolver problemas reales de nuestras comunidades?


Los espacios de coworking, las universidades y las aceleradoras se convirtieron en auténticos laboratorios de impacto. Hackatones sociales, programas de incubación y fondos especializados dieron vida a una nueva generación de startups que no se miden solo por su crecimiento en usuarios, sino también por la cantidad de vidas transformadas. Laboratoria, nacida en Perú y expandida a México y Chile, es un ejemplo emblemático: capacita a mujeres en programación y las conecta con empleos bien remunerados en tecnología, rompiendo brechas de género en un sector históricamente masculino. Mamotest, en Argentina, utiliza telemedicina para realizar mamografías en comunidades sin acceso a hospitales especializados, salvando vidas mediante la detección temprana del cáncer de mama. Kingo, desde Guatemala, lleva energía solar a comunidades rurales desconectadas de la red eléctrica, ofreciendo dignidad y nuevas oportunidades económicas a miles de hogares. NotCo, en Chile, aplica inteligencia artificial para diseñar alimentos sostenibles, reemplazando productos animales por alternativas vegetales y demostrando que la sostenibilidad ambiental puede ir de la mano de la innovación gastronómica.


Los millennials y centennials latinoamericanos tienen una característica generacional: buscan propósito antes que estabilidad corporativa. Encuestas recientes muestran que más del 70 % de los jóvenes de la región prefieren trabajar en empresas con impacto social antes que en corporaciones tradicionales, incluso si ello implica ganar menos. Esta preferencia se refleja en la ola de emprendedores sociales que, en lugar de soñar con Silicon Valley, imaginan proyectos para barrios, favelas, pueblos rurales o comunidades indígenas. El fenómeno responde tanto a una convicción ética como a una realidad práctica: la región tiene demasiadas carencias y demasiadas oportunidades desaprovechadas, y son justamente esas grietas las que se convierten en terreno fértil para la innovación social.


La economía del impacto, aunque incipiente, está en expansión. Según datos de la red Latimpacto, en 2022 se canalizaron más de 10.000 millones de dólares hacia proyectos con impacto social y ambiental en América Latina. Fondos como Vox Capital en Brasil, Adobe Capital en México y Aurus Ventures en Chile están liderando el movimiento, apostando por startups que resuelven problemas sociales al mismo tiempo que generan retornos financieros razonables. A diferencia del venture capital tradicional, que busca retornos rápidos y exponenciales, la inversión de impacto se centra en la sostenibilidad de largo plazo y en la medición de resultados sociales: cuántas personas fueron beneficiadas, qué comunidades accedieron a servicios y cuál fue la reducción de huella ambiental lograda gracias a un modelo innovador.


Sin embargo, el auge de las startups sociales convive con tensiones estructurales que amenazan con frenar su expansión. La primera de ellas es la escalabilidad. Muchos proyectos funcionan de forma impecable en pequeña escala, con fuerte arraigo comunitario, pero llevarlos a nivel nacional o regional exige capital, alianzas estratégicas y capacidades de gestión que no siempre están disponibles. La segunda es la medición del impacto: aún no existen métricas estandarizadas para demostrar resultados sociales con la misma claridad que indicadores financieros, lo que dificulta atraer inversión institucional. El acceso desigual al financiamiento también sigue siendo un obstáculo. Emprendedores de comunidades vulnerables, en particular mujeres, indígenas y afrodescendientes, enfrentan mayores barreras para convencer a inversionistas. Y finalmente está el riesgo del impact washing: empresas que utilizan el discurso social como estrategia de marketing sin un compromiso real con la transformación.

A pesar de estas tensiones, las voces de los protagonistas inspiran. Mariana Costa, fundadora de Laboratoria, lo resume de manera sencilla: “Nuestro mayor éxito no es ser un unicornio, sino que miles de mujeres logren trabajos que cambian sus vidas y las de sus familias”. Matías Muchnick, CEO de NotCo, agrega: “No estamos aquí solo para crear una empresa de alimentos, sino para redefinir el futuro de cómo comemos”. Y en Corrientes, Argentina, una paciente de Mamotest lo dijo con crudeza: “Sin esa telemamografía nunca habría sabido a tiempo que tenía un tumor. Esa startup literalmente me salvó la vida”.


Los gobiernos comienzan a incorporar al emprendimiento social en sus políticas. Colombia lanzó el programa CEmprende Social; Chile, a través de CORFO, destina recursos a proyectos con impacto ambiental y social; y en México surgen programas estatales que apoyan a emprendedores indígenas que digitalizan sus artesanías. Las universidades también juegan un papel central: el Tec de Monterrey organiza hackatones de innovación social; la Pontificia Universidad Católica de Chile impulsa incubadoras de impacto; y en Argentina, la Universidad Nacional de Córdoba fomenta proyectos de economía circular con apoyo estudiantil y empresarial.

América Latina ya no está aislada en este fenómeno. Startups de impacto de la región participan en foros internacionales como el World Economic Forum y la Skoll Foundation, y cada vez más emprendedores latinos forman parte de programas europeos y estadounidenses que impulsan innovación social. La paradoja es que, aunque la región produce talento y proyectos admirables, todavía depende en gran medida de capital y redes internacionales para escalar.


El futuro del emprendimiento social en América Latina dependerá de tres claves: profesionalizar las métricas de impacto para atraer capital institucional, articular mejor las experiencias entre países y fondos, y demostrar que estas empresas pueden ser tan rentables como cualquier otra sin renunciar a su propósito. Si esto ocurre, la región podría convertirse en un referente global de innovación con propósito, exportando modelos que nacen en comunidades vulnerables pero que tienen aplicación en todo el mundo.

Las startups de impacto social son, en definitiva, la cara más luminosa del emprendimiento latinoamericano. Representan la convicción de que la innovación no puede ser neutra: debe responder a las urgencias de nuestras sociedades. En un continente marcado por desigualdades, estas iniciativas demuestran que es posible construir empresas que generen ingresos y, al mismo tiempo, cambien vidas. Su reto será escalar sin perder el alma, demostrar que el impacto no es marketing sino misión, y convertir la esperanza en transformación estructural. Si lo logran, América Latina no solo producirá unicornios financieros, sino también unicornios sociales: empresas que midan su éxito no en millones de dólares, sino en millones de vidas dignificadas.


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