Emprender en América Latina siempre ha sido un acto de valentía. La región alberga a algunos de los emprendedores más creativos del mundo, pero también enfrenta uno de los entornos más adversos para quienes se atreven a convertir una idea en negocio. La paradoja es clara: en medio de crisis económicas recurrentes, inestabilidad política, burocracia excesiva y falta de financiamiento, surgen iniciativas innovadoras que sorprenden al mundo. En las páginas de Forbes, The Economist o los principales diarios de la región, cada tanto aparece una historia que parece imposible: un joven que desde un barrio popular en Bogotá crea una aplicación de logística que crece hasta expandirse a México; una científica chilena que desde un laboratorio universitario desarrolla un bioempaque biodegradable que capta inversión europea; una emprendedora peruana que enseña programación a mujeres sin acceso a educación formal y logra contratos con empresas tecnológicas globales. Estos relatos son inspiradores, pero también revelan la contradicción estructural: ¿por qué, si el talento está, la región sigue siendo una de las más difíciles para emprender?
La primera gran barrera es el acceso a financiamiento. Las estadísticas son contundentes: mientras en Estados Unidos una startup en etapa semilla puede acceder a rondas de inversión ángel o venture capital relativamente amplias, en América Latina la mayoría de los emprendedores dependen de ahorros personales, préstamos familiares o créditos bancarios con tasas de interés exorbitantes. En países como Argentina, donde las tasas superan fácilmente el 60 %, emprender con financiamiento bancario es casi suicida. En otros como México o Colombia, aunque existe un ecosistema de capital de riesgo en crecimiento, la concentración de inversión en pocas ciudades genera desigualdades territoriales profundas. El joven emprendedor de Guadalajara o Medellín quizá encuentre un ángel inversionista, pero aquel de Tegucigalpa, Asunción o La Paz tiene mucho menos acceso. Esa brecha de financiamiento condena a muchas buenas ideas a quedarse en el camino.
La segunda barrera es la burocracia. Iniciar un negocio en la región puede significar meses de trámites, papeleo, requisitos fiscales complejos y costos notariales innecesarios. A pesar de algunos avances en digitalización, la carga administrativa sigue siendo desproporcionada. En países como Brasil, abrir una empresa formal implica hasta veinte pasos distintos y múltiples visitas a entidades públicas. En contraste, en Estonia, modelo que muchos nómadas digitales conocen, basta con unos minutos en línea para constituir una empresa con acceso inmediato a cuentas bancarias y marcos regulatorios claros. La comparación duele, porque demuestra que la dificultad para emprender en América Latina no se debe a falta de ideas, sino a estructuras que asfixian la innovación.
La tercera barrera es la inestabilidad política y económica. Ningún ecosistema emprendedor puede florecer plenamente en contextos donde cada cambio de gobierno implica una reforma tributaria distinta, donde la inflación erosiona rápidamente cualquier planificación financiera y donde la inseguridad jurídica hace que un contrato pueda ser cuestionado en tribunales con lentitud infinita. Emprender en América Latina significa navegar en aguas turbulentas donde lo único seguro es la incertidumbre. Sin embargo, es en esa misma adversidad donde surge la resiliencia que caracteriza a los emprendedores de la región.
La creatividad latinoamericana no es un mito romántico, es una estrategia de supervivencia. La falta de recursos obliga a los fundadores a hacer más con menos, a diseñar soluciones que funcionen en contextos precarios y a pivotear rápidamente cuando el entorno cambia. De allí que muchas startups de la región se enfoquen en resolver problemas cotidianos y urgentes: acceso a pagos digitales en poblaciones sin bancarización, aplicaciones de transporte en ciudades con sistemas públicos deficientes, plataformas educativas que llegan a zonas rurales sin maestros especializados, tecnologías para agricultura de pequeña escala que compite con grandes productores. Mientras en Silicon Valley la innovación puede orientarse a problemas de eficiencia marginal o entretenimiento, en América Latina la innovación suele ser cuestión de necesidad vital.
El problema es que, aunque la región produce soluciones brillantes, muchas veces no logra escalarlas. El salto de la idea a la empresa sostenible es el gran cuello de botella. Aquí aparecen factores estructurales como la falta de infraestructura, la debilidad en redes logísticas, la informalidad laboral y la escasa inversión en investigación y desarrollo. Mientras Corea del Sur o Alemania destinan más del 2,5 % de su PIB a I+D, la mayoría de países latinoamericanos no llega ni al 0,7 %. Esa diferencia se traduce en menor capacidad de generar tecnología propia y mayor dependencia de innovaciones importadas.
No todo es negativo. La última década ha visto surgir un ecosistema de emprendimiento cada vez más articulado. Ciudades como São Paulo, Ciudad de México, Bogotá y Santiago se consolidaron como hubs regionales donde confluyen aceleradoras, fondos de inversión, universidades y espacios de coworking. Programas como Start-Up Chile, Innpulsa en Colombia o los fondos de innovación en México han dado señales de apoyo. Y la aparición de unicornios como Rappi, Nubank o Kavak ha demostrado que sí es posible escalar modelos desde la región. Sin embargo, estos casos siguen siendo excepcionales frente al universo de emprendedores que luchan día a día sin ese acceso privilegiado a capital ni visibilidad mediática.
La prensa internacional suele mirar a América Latina con un lente ambivalente. Por un lado, celebra el boom emprendedor y la creatividad de sus jóvenes. Por otro, advierte sobre los riesgos de sobreestimar la solidez del ecosistema. Forbes lo ha señalado en varias ocasiones: mientras hay entusiasmo por la energía innovadora de la región, la falta de institucionalidad sigue siendo un lastre. No basta con aplaudir historias de éxito aisladas, se necesita una estructura que multiplique esas historias y las convierta en regla más que en excepción.
Desde una perspectiva de opinión, emprender en América Latina es un acto político. Cada empresa que surge desafía la narrativa de dependencia y desigualdad. Pero también es un recordatorio de que los estados deben repensar su rol. El apoyo al emprendimiento no puede limitarse a discursos motivacionales ni a programas simbólicos. Requiere reformas profundas en educación, financiamiento, infraestructura y regulación. Requiere apostar por políticas públicas que acompañen al emprendedor desde la idea hasta la internacionalización, reduciendo las brechas entre quienes tienen contactos y recursos y quienes solo tienen talento y determinación.
También es necesario reflexionar sobre la cultura empresarial interna. Muchas veces, los emprendedores enfrentan no solo barreras externas, sino también entornos culturales poco favorables a la innovación. La aversión al riesgo, el miedo al fracaso y la estigmatización del error son obstáculos culturales que limitan el desarrollo de startups. En países donde quebrar una empresa es visto como una marca negativa de por vida, resulta más difícil arriesgarse. En contraste, en ecosistemas más maduros el fracaso se entiende como experiencia de aprendizaje. Cambiar esa mentalidad en América Latina es tan importante como mejorar el acceso a capital.
La migración de talento emprendedor hacia Europa y Estados Unidos es otra cara de la moneda. Ante las dificultades locales, muchos fundadores optan por trasladar sus operaciones a mercados más estables y con mayor acceso a financiamiento. Este fenómeno genera un dilema: por un lado, significa pérdida de capital humano para la región; por otro, crea diásporas de innovación que pueden convertirse en puentes de conexión global. La clave estará en generar condiciones para que esos emprendedores no sientan que deben huir para sobrevivir, sino que puedan elegir dónde expandirse en función de su estrategia, no por obligación.
En conclusión, emprender en América Latina es navegar entre la creatividad ilimitada de sus jóvenes y las barreras estructurales que la región no ha logrado derribar. Es un campo fértil para la innovación, pero sembrado en un terreno lleno de obstáculos. La tarea de los próximos años no es descubrir si hay talento –porque lo hay de sobra– sino crear las condiciones para que ese talento florezca de manera sostenible y masiva. En este contexto, la opinión que se impone es clara: el emprendimiento no debe ser visto como un acto heroico de unos pocos, sino como una política de desarrollo colectivo. El día en que emprender en América Latina deje de ser un acto de resistencia y se convierta en una opción natural respaldada por estructuras sólidas, ese día la región habrá dado un paso decisivo hacia su verdadero potencial. Hasta entonces, cada startup que sobrevive es una hazaña, y cada emprendedor que logra escalar es un recordatorio de lo mucho que falta por hacer
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