El nearshoring se ha convertido en uno de los términos más repetidos en los últimos años en América Latina. Gobiernos, empresarios e inversionistas internacionales lo mencionan con entusiasmo, presentándolo como la gran oportunidad para que la región se inserte de manera privilegiada en las cadenas globales de valor. La lógica parece simple: en un mundo marcado por las tensiones entre Estados Unidos y China, por los problemas logísticos derivados de la pandemia y por el aumento de los costos en Asia, las empresas buscan acercar su producción a los mercados de consumo. Y América Latina, especialmente México y algunos países de Centroamérica y Sudamérica, aparece como el destino natural por su cercanía geográfica, su mano de obra competitiva y sus tratados comerciales.
Sin embargo, detrás del discurso celebratorio se esconden preguntas incómodas: ¿a quién beneficia realmente el nearshoring? ¿Se trata de un modelo que permitirá a la región diversificar sus economías, generar empleos de calidad y aumentar su autonomía productiva? ¿O estamos frente a una nueva forma de colonización, donde el capital extranjero aprovecha las ventajas locales sin dejar beneficios sustanciales a largo plazo? Estas interrogantes son fundamentales porque la experiencia histórica de América Latina muestra que la dependencia de capital externo no siempre se traduce en desarrollo sostenible.
México es el caso paradigmático. Desde la entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio de América del Norte en 1994, el país se convirtió en un centro de maquila para empresas estadounidenses. Millones de empleos fueron creados, pero en su mayoría con bajos salarios y sin posibilidades reales de ascenso laboral. Hoy, con el fenómeno del nearshoring, la historia parece repetirse. Decenas de fábricas de autopartes, electrónicos y bienes de consumo se instalan en el norte del país, atraídas por la cercanía al mercado estadounidense y por los costos laborales más bajos que en China. Sin embargo, expertos advierten que si no se establecen condiciones claras, México corre el riesgo de convertirse una vez más en un espacio de ensamblaje sin innovación local ni transferencia tecnológica.
En Centroamérica, países como El Salvador, Honduras o Guatemala buscan aprovechar el nearshoring ofreciendo incentivos fiscales y zonas francas. El discurso oficial promete generación de empleo y atracción de inversión, pero organizaciones laborales denuncian que estas zonas se convierten en enclaves donde los derechos de los trabajadores se flexibilizan y los beneficios fiscales erosionan la recaudación estatal. La paradoja es evidente: los países celebran la llegada de empresas que producen para el mercado estadounidense, pero no logran capturar suficiente valor agregado para mejorar las condiciones de vida de sus ciudadanos.
Sudamérica también empieza a entrar en la competencia. Colombia busca posicionarse como hub tecnológico para nearshoring digital, ofreciendo talento en desarrollo de software y costos más bajos que en Estados Unidos o Europa. Chile, con su estabilidad relativa, apuesta por atraer centros de servicios globales. Brasil, con su escala, se perfila para manufactura avanzada. Pero el debate se repite: ¿se está apostando por construir ecosistemas propios de innovación o simplemente se ofrece mano de obra barata y ventajas fiscales a corporaciones extranjeras?
El riesgo de “nueva colonización” surge cuando los países ceden excesivos beneficios a las empresas extranjeras sin asegurar transferencia tecnológica, encadenamientos productivos locales o inversión en capital humano. En varios casos, los contratos de instalación de fábricas incluyen exenciones fiscales por décadas, uso intensivo de recursos naturales y escasa regulación ambiental. Así, lo que se presenta como oportunidad puede convertirse en dependencia. La historia de América Latina está llena de ejemplos similares: plantaciones bananeras controladas por compañías extranjeras, explotaciones mineras donde la mayor parte de la riqueza se exportaba y maquilas que solo dejaban salarios mínimos. El nearshoring corre el riesgo de repetir ese patrón con un nuevo lenguaje.
No todo es pesimismo. Hay posibilidades reales de que el nearshoring se convierta en una palanca de desarrollo si se establecen reglas claras. Los gobiernos deben exigir que las empresas extranjeras se integren con proveedores locales, que inviertan en capacitación de trabajadores, que respeten estándares laborales y ambientales y que paguen impuestos justos. Al mismo tiempo, deben promover políticas de innovación que permitan a las empresas nacionales insertarse en esas cadenas de valor no solo como mano de obra barata, sino como socios estratégicos. De lo contrario, el nearshoring será solo un espejismo.
Los defensores del modelo señalan que, en un mundo donde la geopolítica está reconfigurando las cadenas de suministro, América Latina no puede perder esta oportunidad. Estados Unidos necesita diversificar su dependencia de China y ve en la región un aliado natural. Si los países latinoamericanos logran negociar con inteligencia, podrían atraer inversiones en sectores clave como semiconductores, biotecnología, energías limpias o manufactura avanzada. Pero eso requiere visión estratégica, algo que no siempre ha caracterizado a las élites políticas de la región.
El debate de fondo es si América Latina quiere ser protagonista o espectadora en esta nueva etapa de la globalización. Ser protagonista implica invertir en educación, infraestructura y ciencia, negociar de manera firme con los capitales extranjeros y priorizar el bienestar de sus ciudadanos por encima de la lógica de los incentivos a corto plazo. Ser espectadora, en cambio, es aceptar el papel de maquila del siglo XXI, celebrando estadísticas de inversión extranjera directa mientras persisten la desigualdad y la dependencia.
En conclusión, el nearshoring es una oportunidad, pero también un riesgo. Puede convertirse en un motor de transformación si se gestiona con visión de largo plazo, o en una nueva forma de colonización si se permite que los beneficios se concentren fuera de la región. América Latina tiene la experiencia histórica suficiente para no repetir errores del pasado. La pregunta es si sabrá aprender de ellos o si volverá a ser el territorio donde otros deciden el rumbo.
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