En los últimos años, la narrativa dominante sobre el emprendimiento en América Latina se ha centrado en la obsesión por crear unicornios, esas startups que alcanzan valoraciones de más de mil millones de dólares y que suelen ocupar titulares en los principales medios económicos del mundo. Se ha instalado la idea de que solo alcanzando esa categoría se logra el éxito pleno, como si fuera la única métrica válida para medir la innovación. Sin embargo, esta visión importada de Silicon Valley ha demostrado ser no solo limitada, sino profundamente engañosa para una región como la nuestra. América Latina no necesita más unicornios: necesita camellos. Y la metáfora no es casual. Mientras los unicornios son criaturas míticas y raras que existen solo en la fantasía de algunos, los camellos son animales reales, resistentes y capaces de sobrevivir en entornos hostiles durante largos periodos sin agua ni recursos. Esa es la verdadera metáfora que encarna el emprendimiento latinoamericano.
La región vive en un desierto económico marcado por la volatilidad, la inflación, la incertidumbre política y la falta de capital de riesgo abundante. Pretender que las startups locales sigan el mismo camino que las de California, quemando millones de dólares en rondas de inversión para crecer a toda velocidad y conquistar mercados masivos, es condenarlas a un espejismo. Los datos son claros: de cada decena de empresas que levantan rondas millonarias, apenas una logra sostenerse en el tiempo. La mayoría termina colapsando por no tener bases sólidas. En cambio, las empresas que logran sobrevivir son aquellas que aprenden a manejar su caja con cuidado, que ajustan sus operaciones a la realidad del mercado y que resisten con disciplina. No son glamorosas, pero son efectivas.
El ejemplo de Nubank en Brasil o de Rappi en Colombia muestra que sí es posible alcanzar escalas enormes desde América Latina, pero también revela lo excepcional de esos casos. Detrás de ellos, cientos de startups desaparecen cada año sin que nadie las mencione, víctimas de un modelo que privilegia la velocidad sobre la sostenibilidad. En contraste, cuando se mira a las pymes tecnológicas que han crecido poco a poco, autofinanciándose o recurriendo a créditos modestos, se descubre que muchas de ellas llevan más de diez años activas, generando empleo y aportando innovación local. Son las verdaderas camellas del ecosistema, capaces de resistir tormentas macroeconómicas, crisis sanitarias y cambios regulatorios sin desaparecer.
La cultura del unicornio también ha generado un problema de expectativas. Jóvenes emprendedores creen que si no logran captar millones de dólares en su primera ronda están fracasando. Los medios alimentan esa visión al glorificar cada nueva valoración de miles de millones como si fuese un hito colectivo, cuando en realidad beneficia a un grupo reducido de inversionistas. En el camino, se desvirtúa la esencia del emprendimiento: resolver problemas reales. Los camellos, en cambio, entienden que no se trata de crecer a cualquier costo, sino de construir modelos de negocio que funcionen incluso en contextos adversos. Saben que la rentabilidad puede tardar, pero que sin sostenibilidad financiera no hay futuro.
La región debería replantearse qué símbolos de éxito quiere celebrar. ¿Queremos más unicornios que mueren en silencio tras unos años de euforia, o queremos camellos que atraviesan el desierto de la realidad económica latinoamericana con resiliencia? La respuesta parece obvia si lo que se busca es desarrollo sostenible. Los unicornios generan titulares, pero los camellos generan empleo estable. Los unicornios concentran capital extranjero en pocas manos, mientras los camellos sostienen cadenas de valor locales. Los unicornios viven de levantar rondas, los camellos viven de clientes satisfechos. Y en una región donde la confianza en las instituciones y en las empresas es frágil, esa diferencia es decisiva.
Por eso, el verdadero reto de los gobiernos y de los inversionistas es dejar de obsesionarse con encontrar al próximo unicornio y empezar a nutrir a los camellos. Eso implica crear fondos de financiamiento más modestos pero más accesibles, reducir burocracia para que las pequeñas startups puedan operar con fluidez, invertir en infraestructura digital que permita a empresas de todos los tamaños competir globalmente y cambiar la narrativa mediática que idolatra las valoraciones en dólares. No se trata de negar la importancia de los casos excepcionales, sino de reconocer que el grueso de la innovación en América Latina está ocurriendo en empresas que no llegan a los titulares, pero que transforman vidas diariamente.
El futuro del emprendimiento latinoamericano no está en perseguir mitos, sino en construir realidades. Y los camellos son esa realidad: empresas resistentes, que avanzan paso a paso, que saben administrar sus recursos, que no dependen de condiciones perfectas para sobrevivir. Si la región logra celebrar más a los camellos y menos a los unicornios, habrá dado un paso hacia un ecosistema más sano, más inclusivo y más conectado con sus verdaderas necesidades. Porque en un continente donde la sequía económica es constante, lo que necesitamos no son bestias míticas que desaparecen con el primer obstáculo, sino animales resistentes que saben llegar a destino sin importar cuán duro sea el camino
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