El emprendimiento en América Latina ha sido presentado durante la última década como el motor del desarrollo económico, la receta contra el desempleo y el camino más rápido hacia la innovación. Gobiernos, bancos multilaterales, cámaras empresariales y hasta universidades se han subido a la ola de discursos que exaltan al emprendedor como héroe moderno. En paralelo, surgieron cientos de programas de apoyo: incubadoras, aceleradoras, créditos blandos, capacitaciones, ferias y hackatones que prometen convertir una buena idea en un negocio exitoso. Sin embargo, la realidad muestra una paradoja incómoda. Aunque la región nunca había contado con tantas iniciativas de apoyo al emprendimiento, la tasa de mortalidad de las startups y pequeñas empresas sigue siendo altísima, y muchos de esos programas terminan siendo un espejismo. ¿Por qué ocurre esto?
El primer problema es el enfoque equivocado. Buena parte de los programas copia modelos importados de Silicon Valley, donde abundan capital de riesgo, infraestructura de primer nivel y una cultura de innovación consolidada. En cambio, América Latina opera en un entorno de inestabilidad económica, burocracia excesiva y falta de financiamiento. Pretender que un pitch bien presentado y una ronda de networking solucionen las carencias estructurales es ingenuo. Muchos emprendedores entran a programas que les enseñan metodologías ágiles o técnicas de elevator pitch, pero salen enfrentándose a las mismas trabas de siempre: dificultades para registrar una empresa, falta de crédito accesible y sistemas tributarios asfixiantes. El espejismo aparece cuando se confunde la forma con el fondo: mucho show, poca transformación real.
Un segundo problema es la desconexión entre los programas y las necesidades concretas de los emprendedores. En varios países, se han lanzado concursos que premian ideas innovadoras con cheques de miles de dólares, pero que no ofrecen acompañamiento real en el proceso de consolidación. Otros programas se enfocan en sectores de moda, como fintech o inteligencia artificial, dejando de lado emprendimientos rurales, culturales o tradicionales que también generan impacto económico y social. Esta selección sesgada crea una brecha: los proyectos que encajan en la narrativa tecnológica reciben apoyo, mientras que los que responden a necesidades locales quedan marginados. El resultado es una visión elitista del emprendimiento que poco tiene que ver con la realidad de la mayoría.
La burocracia es otro factor clave. Muchos emprendedores relatan que aplicar a programas de apoyo es tan complicado como tramitar un crédito bancario. Formularios extensos, requisitos documentales imposibles y tiempos de espera prolongados terminan desanimando a quienes más necesitan el apoyo. En algunos casos, los recursos prometidos nunca llegan, o llegan tarde, cuando la empresa ya ha cerrado. La falta de transparencia en la asignación de fondos y la politización de algunos programas también erosionan la confianza en estas iniciativas. El espejismo se refuerza cuando los emprendedores perciben que los recursos se concentran en quienes tienen contactos o experiencia previa, en lugar de llegar a quienes más los necesitan.
Otro aspecto crítico es la falta de seguimiento. Muchos programas ofrecen apoyo inicial, pero no acompañan a los emprendedores en el mediano y largo plazo. Una startup puede recibir una capacitación intensiva de tres meses, pero luego queda sola enfrentando el mercado. Sin redes de mentoría sostenida, sin acceso real a financiamiento y sin articulación con cadenas de valor, las probabilidades de supervivencia disminuyen drásticamente. El emprendimiento requiere paciencia, constancia y tiempo, cualidades que muchos programas parecen ignorar en su búsqueda de resultados rápidos para mostrar en informes y presentaciones.
Los casos de éxito, aunque existen, suelen ser la excepción y no la regla. Cuando una startup apoyada por un programa logra levantar inversión o internacionalizarse, se convierte en la vitrina que legitima a toda la iniciativa. Sin embargo, detrás de esa historia hay decenas o cientos de emprendimientos que no lograron despegar. El espejismo está en construir narrativas de éxito basadas en unos pocos casos, mientras la mayoría permanece en el anonimato del fracaso. Esta dinámica refuerza la ilusión de que el ecosistema funciona, cuando en realidad las fallas estructurales permanecen intactas.
El fenómeno también se vincula con la precariedad laboral. En varios países, los programas de emprendimiento se presentan como alternativa al desempleo, empujando a miles de jóvenes a emprender no por vocación, sino por necesidad. Sin una red de seguridad, sin capital inicial y sin preparación adecuada, muchos terminan en proyectos improvisados que no prosperan. En lugar de resolver el problema del desempleo, esta estrategia lo desplaza al terreno del autoempleo precario. El discurso del emprendimiento como panacea oculta la falta de políticas sólidas de empleo y de desarrollo productivo.
¿Qué hacer para que el emprendimiento deje de ser un espejismo? Primero, reconocer que no se trata de una solución mágica, sino de un componente dentro de una estrategia más amplia de desarrollo económico. Los programas deben adaptarse a la realidad de cada país, priorizando la reducción de trabas burocráticas, el acceso a crédito justo y la creación de mercados internos sólidos. También es fundamental diversificar el enfoque: apoyar no solo a las startups tecnológicas con potencial de convertirse en unicornios, sino también a emprendimientos locales, comunitarios y culturales que generan impacto real en sus territorios.
La transparencia y el seguimiento son claves. Los programas deben establecer mecanismos claros de asignación de recursos, acompañar a los emprendedores en todas las etapas y evaluar los resultados de manera honesta. La narrativa debe cambiar: no basta con celebrar casos aislados de éxito, hay que medir cuántos emprendimientos sobreviven a los cinco años, cuántos generan empleos dignos y cuántos logran integrarse a cadenas de valor. Esa es la verdadera métrica del impacto.
El emprendimiento puede ser una fuerza poderosa en América Latina, pero solo si se construye sobre bases reales. Seguir creando programas desconectados, burocráticos y enfocados en el espectáculo solo reforzará la ilusión. La región necesita menos espejismos y más realidades: ecosistemas donde emprender no sea un acto heroico, sino una opción viable para miles de ciudadanos con talento y creatividad. El reto está en dejar de vender humo y empezar a construir cimientos. Porque al final, el verdadero fracaso no es que un emprendedor cierre su negocio, sino que un continente entero siga creyendo en narrativas que no se sostienen
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