Europa atraviesa una paradoja demográfica y laboral que marca el pulso de su presente y de su futuro. Con una población envejecida, bajas tasas de natalidad y sectores económicos que demandan cada vez más mano de obra, el continente se enfrenta a un déficit laboral estructural que no puede cubrir únicamente con trabajadores locales. Esta carencia se hace sentir en hospitales, en obras de construcción, en el cuidado de mayores, en restaurantes, en laboratorios tecnológicos. Frente a esta situación, la respuesta ha llegado de lugares lejanos: millones de migrantes que, desde África, Asia y sobre todo América Latina, cruzan océanos en busca de oportunidades. Sin embargo, detrás de las cifras y los informes estadísticos hay rostros, hay voces, hay historias de vida que muestran que lo que Europa necesita no son números, sino manos. Y esas manos muchas veces tienen acento latinoamericano.
El caso de los cuidados en Italia es emblemático. Se calcula que más de 800.000 mujeres latinoamericanas, principalmente peruanas, ecuatorianas y colombianas, trabajan en el sector doméstico y de asistencia a personas mayores. Italia, con una de las poblaciones más envejecidas del planeta, depende de ellas para sostener lo que el Estado no logra cubrir. Las llaman badanti, y se han convertido en parte indispensable de millones de familias italianas. Sin embargo, su reconocimiento es escaso. Muchas trabajan en la informalidad, sin contratos ni seguridad social, expuestas a abusos y a largas jornadas que dejan poco espacio para su vida personal. Sus testimonios hablan de gratitud por las oportunidades, pero también de soledad y sacrificio.
En España, la migración latinoamericana también ha sido vital en el sector de los cuidados y la construcción. Miles de dominicanos, bolivianos y paraguayos han encontrado empleo como albañiles, obreros y carpinteros en un país que vivió un boom inmobiliario a principios del siglo XXI y que todavía necesita mano de obra en el sector. Los colombianos, en particular, han tenido una fuerte presencia tanto en la construcción como en la hostelería. Sin embargo, la precariedad no ha desaparecido: salarios bajos, empleos temporales y la sombra de la irregularidad han sido constantes en la experiencia de muchos trabajadores.
El sector salud ofrece un contraste interesante. Alemania, consciente de su déficit de personal sanitario, ha desarrollado programas de captación de enfermeras latinoamericanas. Colombia y México han firmado acuerdos bilaterales para enviar profesionales, y cientos de mujeres jóvenes han migrado para trabajar en hospitales alemanes. Su llegada es celebrada en Europa, donde son vistas como solución a un problema urgente. Pero en sus países de origen la historia es otra: hospitales públicos enfrentan la falta de personal porque sus profesionales han emigrado. La paradoja es clara: lo que alivia a Alemania agrava la crisis de salud en América Latina.
Portugal, con su estrategia de atraer migrantes para sostener su crecimiento económico, también se ha convertido en destino de trabajadores latinoamericanos. Brasileños lideran la migración, pero también llegan caboverdianos, venezolanos y colombianos. En Lisboa y Oporto, los acentos latinoamericanos ya forman parte del paisaje sonoro cotidiano. Muchos se insertan en la hostelería, en el turismo y en la construcción, sectores que sostienen gran parte de la economía portuguesa. La afinidad lingüística con Brasil facilita la integración, pero no elimina la precariedad.
En todos los casos, lo que se repite es la invisibilidad. Los trabajadores migrantes sostienen sectores enteros, pero rara vez son reconocidos como actores centrales de la economía europea. Se habla de ellos en debates políticos, en estadísticas de empleo, en informes sobre integración, pero pocas veces se cuentan sus historias en primera persona. Sin embargo, son esas historias las que muestran el verdadero rostro de la migración laboral: mujeres que envían remesas para sostener a sus familias en Lima o Quito, hombres que trabajan en condiciones duras para ahorrar y construir una casa en Bogotá o Asunción, jóvenes que sueñan con estudiar en Europa mientras trabajan largas jornadas en restaurantes de Madrid o Milán.
La migración laboral también revela dinámicas de género. La feminización de los cuidados ha hecho que miles de mujeres latinoamericanas carguen sobre sus hombros no solo el trabajo asalariado en Europa, sino también el peso emocional de dejar a sus propios hijos al cuidado de familiares en sus países de origen. Se habla de “cadenas globales de cuidado” para describir este fenómeno: mientras una mujer peruana cuida a un anciano en Roma, su hija en Lima es cuidada por otra mujer, a menudo también en situación de precariedad. Este circuito muestra cómo la migración laboral reconfigura las relaciones familiares y reproduce desigualdades.
Las historias de éxito también existen y son importantes. Profesionales latinoamericanos en Europa han logrado construir carreras destacadas, abrir negocios, integrarse plenamente en la sociedad. Un médico argentino en Barcelona que lidera un hospital, una ingeniera mexicana en Berlín que trabaja en proyectos de energías renovables, un chef colombiano en Madrid que ha creado un restaurante premiado: todos ellos muestran que la migración laboral no es solo sacrificio, también puede ser plataforma de realización personal y de aporte a la sociedad de acogida.
La pregunta es cómo transformar estas historias individuales en políticas colectivas. Europa necesita trabajadores y América Latina tiene el capital humano. Pero si la migración sigue dependiendo de decisiones individuales y de trayectorias precarias, se perpetuarán las desigualdades. Se requieren acuerdos bilaterales que garanticen condiciones dignas, programas de homologación de títulos más ágiles, corredores laborales que permitan movilidad circular y políticas de integración que reconozcan a los migrantes no solo como mano de obra, sino como ciudadanos con derechos.
Cuando hablamos de migración laboral no hablamos solo de economía ni de estadísticas. Hablamos de personas, de manos que curan, que construyen, que cocinan, que cuidan. Hablamos de latinoamericanos que sostienen silenciosamente la vida europea. Reconocer su aporte, garantizar sus derechos y narrar sus historias no es un gesto de caridad, sino un acto de justicia y de honestidad. Porque Europa necesita manos, pero esas manos merecen dignidad
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