​¿Integración o asimilación? El reto cultural de los latinoamericanos en Europa

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Una mu00e1scara de un. Rostro partida en dos mitades  una con su00edmbolos europeos (torre Eiffel, molinos holandeses, bandera de la UE) y otra con su00edmbolos latinoamericanos (arepas, bandera andina).



La migración latinoamericana hacia Europa no se mide únicamente en contratos firmados, títulos homologados o remesas enviadas. Detrás de las cifras está una cuestión que atraviesa silenciosamente las experiencias de millones de personas: ¿qué significa integrarse en una sociedad que no es la de origen? ¿Se trata de adaptarse y ser aceptado tal como uno es, o de asimilarse, renunciando a parte de la identidad para encajar? Esta tensión, que ha marcado la historia de los movimientos migratorios, adquiere en el caso latinoamericano matices particulares. Por la lengua compartida con España y Portugal, por la cercanía cultural que muchos perciben en Italia, por la idealización de lo europeo como espacio de modernidad y estabilidad. Pero más allá de estas afinidades, la realidad cotidiana plantea dilemas profundos sobre identidad, pertenencia y reconocimiento.


El concepto de integración suele presentarse como objetivo deseable en las políticas públicas europeas. Gobiernos, organismos internacionales y asociaciones repiten que el reto no es solo recibir migrantes, sino integrarlos. Integración se entiende como la capacidad de participar en la vida económica, social y cultural de la sociedad de acogida en igualdad de condiciones. Implica tener acceso a educación, empleo, salud, vivienda y, al mismo tiempo, mantener y expresar la identidad propia sin que ello sea un obstáculo para la convivencia. En teoría, es un equilibrio armónico entre lo que aporta el migrante y lo que ofrece la sociedad receptora.


La asimilación, en cambio, supone un proceso más unilateral. El migrante debe adaptarse por completo a las normas, valores y costumbres del país de acogida, dejando en segundo plano su identidad original. Es la idea del “fundirse” en una sociedad que lo absorbe. Este modelo ha predominado históricamente en países con fuerte vocación nacionalista o con políticas de identidad homogénea. Para los migrantes, la asimilación puede significar aceptación formal, pero también pérdida de raíces, invisibilidad cultural y sentimiento de desarraigo.

La pregunta que se abre para los latinoamericanos en Europa es cuál de estos caminos están recorriendo realmente. ¿Se integran, enriqueciendo la diversidad europea con su cultura, o se asimilan, diluyendo sus particularidades para no ser vistos como extranjeros?


España es el país donde esta tensión se manifiesta con mayor intensidad. La lengua común debería facilitar la integración, y en muchos aspectos lo hace: los latinoamericanos pueden comunicarse sin barreras, acceder a empleos, participar en la vida cotidiana sin el peso del idioma. Sin embargo, esa misma cercanía lingüística se convierte en terreno fértil para la asimilación silenciosa. Se espera que el latinoamericano “sea como un español más”, que no marque demasiada diferencia, que adopte las costumbres locales sin insistir demasiado en las propias. La salsa y el reguetón son bien recibidos en la fiesta, pero el acento colombiano o ecuatoriano puede convertirse en motivo de burla en el aula o en la oficina. Lo latino se celebra como exotismo cultural, pero no siempre se reconoce como identidad legítima en pie de igualdad.


Italia presenta otro escenario. Allí la presencia de comunidades peruanas, ecuatorianas y colombianas en el sector de los cuidados ha hecho que lo latinoamericano sea visible en la vida cotidiana. Muchas familias italianas dependen de trabajadoras latinoamericanas para sostener la atención de sus mayores. Sin embargo, esa visibilidad no siempre se traduce en integración. El lugar del migrante queda fijado en el rol de cuidador, de asistente, de mano de obra. Se les reconoce como necesarios, pero no como parte plena de la sociedad. La asimilación opera aquí en otra clave: no se espera que dejen de ser “latinos”, sino que permanezcan dentro de un estereotipo funcional.


En Alemania, el reto es aún más complejo. El idioma alemán marca una barrera fuerte para los migrantes latinoamericanos. Aprenderlo es condición indispensable para la integración laboral y social. Pero incluso cuando lo dominan, muchos enfrentan prejuicios y estereotipos. La distancia cultural se hace sentir en normas de interacción, en expectativas sociales y en la percepción de lo latinoamericano como exótico o periférico. Para algunos, integrarse implica adoptar códigos de comportamiento alemanes hasta en los mínimos detalles, desde la puntualidad hasta la forma de relacionarse en el trabajo. Para otros, mantener la identidad propia se convierte en acto de resistencia frente a la presión asimiladora.


La juventud migrante ofrece una mirada particular. Jóvenes que llegaron a Europa en su infancia o adolescencia, o que nacieron de padres latinoamericanos en suelo europeo, crecen entre dos mundos. En casa hablan español o portugués, escuchan música latina, celebran fiestas tradicionales. En la escuela, en el trabajo, en la calle, se mueven en clave europea. Esta doble pertenencia puede ser riqueza, pero también conflicto. Muchos relatan sentirse “ni de aquí ni de allá”: demasiado europeos para ser considerados plenamente latinos, demasiado latinos para ser vistos como europeos sin matices. La integración se convierte así en búsqueda constante de equilibrio, mientras la asimilación aparece como salida tentadora para evitar la incomodidad.


La dimensión simbólica es fundamental. Europa suele presentarse como espacio de diversidad y multiculturalismo, pero las narrativas dominantes muchas veces invisibilizan a los latinoamericanos. En los debates sobre migración, la atención se centra en África y Medio Oriente, mientras la presencia latina se percibe como menos problemática. Esta invisibilidad puede parecer ventaja, pero también significa falta de reconocimiento. Los latinoamericanos están presentes en la construcción de Europa, pero rara vez aparecen en el imaginario público como actores protagónicos.


El riesgo de asimilación se intensifica cuando las condiciones materiales son precarias. Un migrante en situación irregular, o con un empleo inestable, puede sentir que no tiene margen para afirmar su identidad: debe adaptarse a lo que le pidan, callar, aceptar. La integración exige un mínimo de igualdad, y sin derechos básicos garantizados, lo que queda es asimilación forzada. En cambio, cuando existen condiciones laborales dignas y comunidades organizadas, los latinoamericanos pueden integrarse sin renunciar a sus raíces, aportando a la sociedad europea desde su diferencia.

En este sentido, la acción colectiva es clave. Asociaciones de migrantes, colectivos culturales y redes de apoyo permiten construir espacios donde lo latinoamericano no es obstáculo, sino aporte. Festivales de cine, ferias gastronómicas, actividades académicas y movimientos sociales impulsados por la diáspora son ejemplos de cómo la integración puede hacerse desde la afirmación de la identidad. No se trata de encerrarse en guetos, sino de dialogar desde la diferencia.


El debate sobre integración o asimilación también interpela a América Latina. Si sus ciudadanos emigran y se ven obligados a diluir su identidad para encajar, algo se pierde no solo a nivel individual, sino colectivo. La diáspora es extensión cultural de la región, y preservar esa riqueza debería ser parte de la agenda de los gobiernos. Apoyar a las comunidades en el exterior, promover la cultura latina en Europa y defender el derecho de los migrantes a ser reconocidos en su diferencia son tareas que América Latina no puede abandonar.


La migración latinoamericana en Europa enfrenta el dilema entre integración y asimilación. La primera supone un camino de reconocimiento y diversidad; la segunda, una renuncia silenciosa para sobrevivir. El reto está en construir sociedades que no exijan a los migrantes borrar su identidad para ser aceptados. Europa necesita trabajadores, pero también necesita diversidad cultural. Y América Latina debe velar porque sus hijos e hijas en el exterior no se conviertan en sombras de lo que son, sino en embajadores plenos de su riqueza. La pregunta no es solo si los latinoamericanos se integran o se asimilan, sino qué tipo de Europa se quiere construir: una que se enriquezca con la diferencia o una que uniformice bajo la apariencia de unidad.


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