​Latinoamérica ante el reto climático: costos, oportunidades y el papel de la transición energética

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El cambio climático ha dejado de ser un concepto abstracto y lejano para convertirse en una realidad cotidiana que golpea con fuerza a América Latina. Desde los huracanes en el Caribe hasta las sequías en México y las inundaciones en Brasil, los efectos de la crisis climática se sienten en cada rincón de la región, poniendo en riesgo la estabilidad social, económica y política de países que ya enfrentan profundas desigualdades estructurales. América Latina, que apenas representa entre el 8 y el 10% de las emisiones globales de gases de efecto invernadero, es paradójicamente una de las regiones más vulnerables a sus impactos. En este escenario, la transición energética y el aprovechamiento de recursos renovables emergen como una oportunidad histórica para redefinir el futuro regional. Sin embargo, el camino está lleno de contradicciones: ¿cómo avanzar hacia un modelo sostenible cuando la dependencia de los combustibles fósiles, la pobreza y la debilidad institucional siguen marcando la agenda?


Los costos del cambio climático ya no pueden medirse solo en términos ambientales, sino también en pérdidas humanas, económicas y sociales. Según datos del Banco Mundial y la CEPAL, los desastres naturales asociados a fenómenos climáticos extremos han causado pérdidas superiores a los 200.000 millones de dólares en las últimas dos décadas en América Latina. Tan solo en 2020, los huracanes Eta e Iota devastaron Centroamérica, dejando a millones de personas sin hogar y a economías nacionales en estado crítico. México, por su parte, enfrenta sequías recurrentes que impactan la producción agrícola y ponen en riesgo la seguridad alimentaria de millones de familias. En Brasil, la Amazonía arde año tras año por la expansión de la frontera agrícola y la tala ilegal, con consecuencias irreversibles para la biodiversidad y para el equilibrio climático global. Estas tragedias no son hechos aislados, sino síntomas de un modelo de desarrollo que ha chocado con los límites de la sostenibilidad.


El impacto humano es brutal. Son los sectores más pobres, las comunidades indígenas y los habitantes de zonas rurales quienes cargan con el peso de la crisis. La falta de acceso a infraestructura resiliente, servicios básicos y seguros contra catástrofes hace que cada desastre natural se traduzca en pérdida de hogares, empleos y vidas. De acuerdo con la ONU, al menos 17 millones de personas en América Latina podrían verse desplazadas por efectos climáticos antes de 2050. Es un fenómeno que ya se conoce como migración climática, y que amenaza con agudizar la crisis migratoria hacia Estados Unidos y dentro de la propia región.


Pero la crisis climática no solo es un problema de supervivencia; también es un dilema económico. La agricultura, motor de exportaciones en países como Argentina, Brasil y Paraguay, es uno de los sectores más expuestos a la variabilidad climática. Sequías prolongadas, plagas y lluvias descontroladas reducen la productividad y generan volatilidad en los precios internacionales. En paralelo, la infraestructura urbana, muchas veces improvisada o precaria, colapsa frente a inundaciones o deslizamientos de tierra, como ocurre con frecuencia en ciudades latinoamericanas densamente pobladas. El Banco Interamericano de Desarrollo estima que, sin medidas de mitigación y adaptación, el cambio climático podría reducir el PIB regional en un 5% hacia 2050. Una cifra devastadora para países que aún luchan por salir de la pobreza y la desigualdad.


En este panorama sombrío aparece, sin embargo, un rayo de esperanza: la oportunidad de liderar la transición energética global. América Latina es una de las regiones con mayor potencial para generar energía limpia y renovable. Chile cuenta con el desierto de Atacama, uno de los lugares con mayor radiación solar en el planeta. Brasil y Paraguay comparten Itaipú, una de las mayores hidroeléctricas del mundo. México y Colombia poseen fuertes corrientes de viento que podrían abastecer de energía eólica a millones de personas. Y países como Bolivia, Argentina y Chile concentran las mayores reservas de litio, mineral clave para la fabricación de baterías eléctricas.

No es casualidad que la región se haya convertido en un punto de interés estratégico para las potencias mundiales. Estados Unidos, China y Europa ven en América Latina un socio indispensable para garantizar el suministro de minerales críticos y avanzar en la descarbonización de sus economías. Sin embargo, esta situación plantea un dilema: ¿será América Latina capaz de aprovechar esta ventana histórica para generar desarrollo propio o quedará reducida a ser simple proveedora de materias primas, como ocurrió en ciclos anteriores de dependencia?


El litio es un buen ejemplo. Conocido como el “oro blanco” del siglo XXI, es el corazón de la revolución de la movilidad eléctrica. Chile y Argentina ya se han consolidado entre los mayores productores del mundo, mientras Bolivia posee el salar de Uyuni, con las mayores reservas conocidas. Pero la pregunta no es solo cuánto litio hay, sino cómo se explotará. Si los países latinoamericanos logran industrializar la cadena de valor —fabricación de baterías, desarrollo tecnológico, atracción de inversiones en movilidad eléctrica—, podrían transformar la renta extractiva en desarrollo sostenible. De lo contrario, el litio podría replicar la maldición de los recursos: exportación de materia prima barata, impactos ambientales irreversibles y dependencia de las grandes potencias.


La transición energética también abre debates internos. Brasil, que genera el 60% de su electricidad con fuentes hidroeléctricas, enfrenta el dilema de expandir sus represas con impactos sociales y ambientales en comunidades indígenas y ecosistemas amazónicos. México, en cambio, ha retrocedido en su apuesta por las energías renovables bajo la actual administración, privilegiando los hidrocarburos y frenando inversiones extranjeras en solar y eólica. Colombia se enfrenta a la presión de abandonar la explotación petrolera y carbonífera, que representa gran parte de sus ingresos fiscales, mientras busca posicionarse como líder regional en hidrógeno verde. Estos dilemas reflejan que la transición no será uniforme, sino marcada por tensiones políticas, sociales y económicas.


Otro elemento crucial es el financiamiento. América Latina no tiene la capacidad fiscal suficiente para costear la transición energética por sí sola. Se estima que la región necesitará al menos 1,3 billones de dólares en inversiones hasta 2030 para avanzar hacia economías bajas en carbono. Aquí es donde entran los fondos internacionales, como los del Fondo Verde para el Clima, los bancos multilaterales de desarrollo y las iniciativas privadas de inversión sostenible. Sin embargo, la historia reciente muestra que las promesas de financiamiento climático suelen quedarse cortas frente a las necesidades reales. Los países latinoamericanos reclaman con razón que las naciones ricas, responsables históricas de la mayor parte de las emisiones, asuman un mayor compromiso.


Más allá del financiamiento, el cambio también requiere voluntad política y social. La transición energética no puede construirse de espaldas a las comunidades. Proyectos solares, eólicos o hidroeléctricos que no consideran el impacto en las poblaciones locales terminan generando resistencia y conflictos sociales. En México, comunidades indígenas han denunciado la instalación de parques eólicos sin consulta previa. En Chile, comunidades del norte se quejan del consumo excesivo de agua en la minería del litio. La justicia climática exige que los beneficios de la transición lleguen a quienes más sufren sus impactos, y no que se convierta en un nuevo mecanismo de exclusión.

En este punto, la participación ciudadana y el papel de la juventud se vuelven cruciales. En toda América Latina han emergido movimientos sociales y ambientales que exigen acciones concretas contra el cambio climático. Desde marchas estudiantiles inspiradas en Greta Thunberg hasta organizaciones indígenas que defienden sus territorios, la sociedad civil se convierte en motor de transformación. El reto es que estas voces sean escuchadas en las instancias de poder y que no se reduzcan a protestas aisladas.


Al mismo tiempo, la región enfrenta un problema de comunicación: el cambio climático sigue siendo percibido por muchos como un problema lejano, técnico o ajeno a las prioridades inmediatas de empleo, seguridad o inflación. La tarea de los gobiernos, medios de comunicación y líderes sociales es mostrar que el cambio climático está directamente vinculado con el bienestar cotidiano: el precio de los alimentos, el acceso al agua potable, la calidad del aire en las ciudades, la estabilidad laboral y la salud pública.


La crisis climática en América Latina, por tanto, no es solo una amenaza existencial, sino también una oportunidad de transformación. Una oportunidad para repensar el modelo de desarrollo, diversificar las economías, reducir desigualdades y generar empleos verdes. Pero nada de esto será posible sin planificación estratégica, cooperación internacional y, sobre todo, voluntad política. Los países latinoamericanos deben decidir si quieren ser protagonistas de la transición energética o meros espectadores de un proceso dirigido desde el norte global.


El tiempo se agota. Los informes científicos advierten que, sin una reducción drástica de las emisiones, la temperatura global podría aumentar más de 2,5 °C hacia finales de siglo. Para América Latina, esto significaría más sequías, más huracanes, más incendios, más pérdidas humanas y económicas. El futuro aún puede escribirse, pero cada año perdido reduce el margen de acción. En la paradoja de ser una región altamente vulnerable y al mismo tiempo llena de recursos estratégicos, América Latina tiene en sus manos una decisión histórica: seguir siendo víctima de la crisis climática o convertirse en protagonista de la solución

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