​Startups latinoamericanas y el nuevo tablero geopolítico: el interés de Estados Unidos en la innovación regional

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Durante décadas, la relación de Estados Unidos con América Latina estuvo marcada por una narrativa repetitiva: exportación de materias primas, dependencia energética, programas de cooperación ligados a la seguridad y la eterna preocupación por la migración. Esa visión comenzó a cambiar de manera acelerada en los últimos años, no por un giro diplomático, sino por un fenómeno inesperado: la explosión de startups latinoamericanas que lograron captar la atención de los grandes fondos de inversión internacionales. De pronto, la región ya no era únicamente la fuente de petróleo, cobre, café o banano, sino un laboratorio de innovación donde surgían unicornios digitales capaces de competir en mercados globales. El impacto fue tan grande que, entre 2018 y 2022, América Latina vivió una de las mayores expansiones en capital de riesgo de su historia, con inversiones que pasaron de menos de 2.000 millones de dólares anuales a más de 15.000 millones, según datos de la Asociación Latinoamericana de Capital Privado y Capital de Riesgo (LAVCA).


Estados Unidos, epicentro histórico de la innovación tecnológica con Silicon Valley como ícono global, observó con interés este fenómeno. Primero desde la óptica del capital: fondos como SoftBank (con fuerte presencia en Miami), Sequoia, Andreessen Horowitz o Tiger Global comenzaron a dirigir recursos hacia startups de la región. Luego, desde una lógica estratégica más amplia: en un mundo cada vez más polarizado por la rivalidad tecnológica entre Estados Unidos y China, América Latina emergía como un espacio clave para asegurar influencia, talento y cadenas de valor vinculadas a la digitalización. La geopolítica de la innovación se estaba reconfigurando, y las startups latinoamericanas aparecían en el centro del tablero.


Casos como Nubank en Brasil, que pasó de ser un pequeño banco digital a convertirse en uno de los unicornios más grandes del mundo, con más de 80 millones de clientes, demostraron que la innovación latinoamericana no era anecdótica. Lo mismo ocurrió con Rappi en Colombia, una plataforma de delivery que no solo conquistó a inversionistas estadounidenses, sino que logró expandirse a múltiples países de la región, generando miles de empleos y transformando hábitos de consumo. Ualá en Argentina, Kavak en México o NotCo en Chile reforzaron la idea de que el talento latinoamericano podía crear soluciones disruptivas con impacto global.


Detrás de este auge no solo había emprendedores visionarios, sino también un conjunto de factores estructurales que hicieron de la región un terreno fértil para la innovación. En primer lugar, la penetración masiva de teléfonos inteligentes y el crecimiento del acceso a internet generaron un mercado digital enorme en países con poblaciones jóvenes y conectadas. En segundo lugar, la falta de infraestructura financiera tradicional, como bancos accesibles para las mayorías, abrió la puerta a las fintechs, que encontraron un nicho gigantesco en la inclusión financiera. En tercer lugar, la crisis de confianza en los sistemas públicos de salud, educación y transporte impulsó la creación de soluciones privadas apoyadas en tecnología. Y, finalmente, la pandemia de COVID-19 aceleró procesos de digitalización que antes parecían lejanos.


Para Estados Unidos, este ecosistema emergente resultó estratégico en varios niveles. Desde el punto de vista económico, invertir en startups latinoamericanas significa asegurar posiciones en mercados con alto potencial de crecimiento. Desde la perspectiva geopolítica, implica contrarrestar el avance de China, que también ha incrementado su presencia en la región mediante financiamiento, infraestructura digital y adquisiciones tecnológicas. Y desde un ángulo cultural, supone reforzar la influencia estadounidense en una región con fuertes lazos migratorios, lingüísticos y sociales.


Sin embargo, la relación entre startups latinoamericanas y capital estadounidense no está libre de dilemas. Uno de los principales riesgos es que, al depender mayoritariamente de inversión extranjera, muchas empresas terminen perdiendo autonomía o trasladando su base operativa a ciudades como Miami, Nueva York o San Francisco. Esto genera un debate en la región: ¿se está construyendo un ecosistema local de innovación o se está reforzando un patrón de fuga de talento y dependencia financiera? El hecho de que varias startups latinoamericanas se constituyan legalmente en Delaware antes que en sus propios países refleja esta tensión.


Otro desafío es la sostenibilidad de este modelo de inversión. Tras el boom de capital de riesgo hasta 2021, vino un ajuste global con la subida de tasas de interés y la incertidumbre económica. Muchas startups de la región, que habían crecido a un ritmo acelerado impulsadas por fondos extranjeros, enfrentaron despidos masivos, recortes de operaciones y dificultades para alcanzar rentabilidad. Casos de unicornios que se vieron obligados a reducir drásticamente su personal encendieron las alarmas: ¿se trataba de una burbuja pasajera o de un ecosistema con bases sólidas?


La respuesta aún está en construcción, pero lo cierto es que la región ha demostrado resiliencia. Nuevas generaciones de startups han surgido con modelos más ajustados, enfocados en rentabilidad desde etapas tempranas, y con propuestas que van más allá del consumo urbano para atender problemas estructurales de la región: salud digital, educación inclusiva, agricultura inteligente y sostenibilidad ambiental. Este giro refuerza el interés estratégico de Estados Unidos, que ve en estas áreas no solo oportunidades de negocio, sino también de cooperación regional frente a desafíos compartidos.


El papel de Miami merece mención especial. La ciudad se ha consolidado como un hub natural de conexión entre América Latina y el ecosistema tecnológico estadounidense. Startups de toda la región establecen allí sus oficinas, atraídas por la cercanía cultural, la conectividad aérea y la presencia de fondos de inversión. Esta dinámica ha convertido a Miami en lo que muchos llaman el “Silicon Valley latinoamericano”, aunque con características propias: menos infraestructura tecnológica que California, pero un puente geopolítico de primer nivel.

En este escenario, las startups latinoamericanas enfrentan una encrucijada histórica. Por un lado, el acceso al capital, a la mentoría y a los mercados estadounidenses representa una oportunidad única de escalar y competir en la arena global. Por otro, la dependencia excesiva podría replicar viejos patrones de subordinación, donde la innovación se financia en el norte y se consume en el sur. La clave estará en cómo los países latinoamericanos diseñen políticas públicas que fortalezcan el ecosistema local: incentivos fiscales, infraestructura digital, programas de apoyo a emprendedores y marcos regulatorios claros.


La relación con Estados Unidos no tiene por qué ser un juego de suma cero. Puede convertirse en una alianza estratégica si se construye sobre bases de respeto, cooperación y visión compartida. El reto es que América Latina no se conforme con ser un mercado consumidor de tecnología o un exportador de talento barato, sino que logre consolidarse como un productor global de innovación. El interés estadounidense es un indicador de que el potencial existe; ahora corresponde a la región decidir si ese potencial se traduce en un ciclo de dependencia o en una oportunidad de emancipación tecnológica.


El futuro de las startups latinoamericanas será, en gran medida, el futuro de la relación entre Estados Unidos y América Latina. Si se logra un equilibrio justo, donde la atracción de capital extranjero conviva con el fortalecimiento de capacidades locales, la región podría convertirse en un actor relevante en la economía digital global. Pero si la historia se repite y la innovación queda atrapada en las lógicas de dependencia, la promesa de las startups se desvanecerá en una nueva versión del viejo ciclo extractivista, esta vez con datos, aplicaciones y algoritmos en lugar de minerales y petróleo.


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