Egipto acogerá el lunes la firma del acuerdo de paz a un conflicto que en dos años ha supuesto asistir a uno de los mayores fracasos de las democracias del mundo, incapaces de frenar la muerte permanente de personas inocentes en la franja de Gaza , una guerra genocida injustificada así como desproporcionada aún ante el asesinato y la agresión de los terroristas de Hamas contra el pueblo israelí y el secuestro de judíos inocentes, imagenes deneznables que dieron lugar a una reacción que no sufrieron los terroristas de Hamas, sino los inocentes palestinos cuya propia democracia se encuentra secuestrada por estos y cuya vida ha sido atacada por Israel con miles de cohetes, bombas y metrallas. Así, cuando la diplomacia cede ante el estruendo de las armas, lo que nos llega no suele ser paz: es una tregua frágil, impuesta en una pausa con condiciones por la fuerza , y una nueva imposición que maquilla una victoria. En Gaza, eso es lo que se ha diseñado con el acuerdo de paz promovido por Donald Trump: una liturgia del poder que pretende vestir de legitimidad lo que, en el fondo, es el triunfo —y la continuación— del sometimiento. Y lo que es peor, la justificación que la diplomacia ha muerto a favor de una nueva de hacer política, esa del “matonismo” y la “amenaza” de la “fuerza” como manera de entender el tablero de juego de la geopolítica mundial, algo que pone en la mesa un precedente peligroso para el futuro de política exterior.
El triunfo de la fuerza
Durante casi dos años, el conflicto entre Israel y Gaza adquierió dimensiones que escapan del enfrentamiento militar clásico. Miles de bombardeos, guerras de desgaste, bloqueo total, destrucción masiva de infraestructura civil, desplazamientos forzados y muerte de civiles. Y con un final en donde las condiciones las ha puesto quien tiene las armas, quien controla fronteras, quien decide quién entra y quién sale, quién recibe ayuda o no, quien ha decidido sobre la vida y la muerte de miles de personas.
Y es que, en ese escenario, el plan de 20 puntos de Trump no aparece como una cesión ante la diplomacia, sino como la consolidación del poder que ya estaba en el terreno. No es “el fin de una guerra”, sino la lógica de la rendición selectiva y estructurada. En donde quien se atreviera a desafiar el marco impuesto —Hamas, la sociedad palestina, los actores internacionales críticos— sería etiquetado como obstáculo para la paz. No por menos, quien habla de “paz” mientras exige la desmilitarización, la subordinación institucional, la concesión de soberanía limitada, y fija plazos irrisorios, no está haciendo diplomacia: está imponiendo condiciones de rendición guiadas por el vencedor en un modelo de “ Manu Militari” adaptado al Siglo XXI.
La pausa al genocidio: un alivio sin justicia
Pero aún con todo , es importante reconocer que este “acuerdo” contiene elementos humanitarios aparentes: Alto al fuego, intercambio de prisioneros, retirada parcial de tropas, promesas de reconstrucción. Hechos que en una situación de asfixia total, es legítimo valorar como un respiro y una tregua que brinda un mínimo de oxígeno para el genocidio televisado al que hemos asistido. Pero ese alivio es solo eso: pausa, no paz. Y mucho menos justicia. Porque detener los bombardeos no equivale a garantizar los derechos fundamentales. Porque reconstruir a medias no equivale a restablecer dignidad. Porque liberar rehenes, aunque vital, no repara el crimen de fondo: la impunidad, la destrucción de tejido social, la pérdida irreversible de vidas humanas, la ruina colectiva.
Así, la “pausa al genocidio” no puede depender de la aceptación sumisa de un plan redactado sin participación real de las víctimas. La tregua no puede desligarse del reclamo de justicia, verdad, reparación y reconocimiento de responsabilidades. Sin eso, la pausa es solo un paréntesis doloroso. Y es que si algo debiera cuestionarse con dureza es la narrativa de que este plan es un triunfo de la diplomacia estadounidense. Porque diplomacia seria no imponer, no exigir la rendición previa, no marginar a la contraparte y no omitir los principios del derecho internacional.
Trump y Netanyahu redactaron el plan sin involucrar de forma significativa a representantes legítimos palestinos , como si estos fueran elementos de innecesaria presencia ante el golpe de poder en la mesa. No hubo negociación conjunta: hubo ultimátum. El plan es así un documento de adhesión que exige que el interlocutor acepte los términos tal cual, so pena de ser “el responsable” si la guerra continúa, teniendo la coacción el disfraz de la supuesta diplomacia.
Y todo ello, con las voces de organismos de derechos humanos, juristas internacionales y voces críticas que han señalado que el plan ignora derechos fundamentales —como la autodeterminación palestina— y puede perpetuar un régimen de apartheid. Y aquí reside el corazón de la crítica: bajo la apariencia de paz, el plan sanciona un nuevo estadio del dominio sistemático palestino —un apartheid moderno.
¿Cómo? Porque el plan no exige la salida completa de fuerzas israelíes, no garantiza el retorno pleno de desplazados, no permite que Gaza se conecte libremente con Cisjordania ni con fronteras externas. En cambio, prevé una “zona de seguridad”, restricciones estructurales a movimiento y comercio, control de fronteras por fuerzas aliadas y una gobernanza supervisada. Es en definitiva una fragmentación del territorio palestino en parcelas subordinadas, con dependencia estructural con regímenes de segregación en los que pulularan ciudadanos de segunda clase, sometidos a reglas diferentes, sin plena soberanía ni igualdad.
En definitiva, El plan de Trump para Gaza no puede leerse una victoria de la paz, sino como una imposición de una paz dirigida. Es la victoriosa puesta en marcha de un sistema que favorece al más fuerte, inhibe la autodeterminación palestina y consolida una nueva forma de dominación a la que se le da carta de naturaleza.
Pero también conviene recordar algo: Los pueblos no se rinden sólo con decretos. La dignidad resiste, la memoria insiste, la solidaridad trasciende y los corazones no olvidan. Lo que hoy parece imposición, mañana puede revertirse con movilización, con presión legal, con solidaridad internacional, con la insurrección ética de la palabra y la acción.
Por ello, un acuerdo de paz que no restituya derechos, que no consulte a los afectados, que no exija responsabilidades, que no plantee justicia —no es paz: Es el orden del vencedor disfrazado de tregua. Y allí donde la tregua se convierte en estado permanente de opresión, nace una nueva batalla política, moral y legal.
Josu Gómez Barrutia
Embajador de la Paz por la Organización para la Excelencia Educativa de las Américas / Líder Económico del Futuro por el Instituto Choiseul / Escritor y Ensayista
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