Hace ya quinientos treinta y tres años que el mundo cambió para siempre. Un 12 de octubre de 1492, el mar dejó de ser frontera para convertirse en herida. Aquel encuentro entre dos mundos fue mucho más que un hecho histórico: fue el inicio de una tragedia y de una epopeya humana, el principio de una historia que aún hoy sigue latiendo en la memoria colectiva de millones de personas. Porque el descubrimiento trajo consigo la pérdida, y la pérdida dejó la cicatriz del silencio. Los pueblos originarios del Nuevo Mundo, que durante siglos habían habitado sus tierras con sabiduría ancestral, vieron caer sobre ellos el peso de una conquista que no solo arrebató vidas, sino también lenguas, cosmovisiones, tradiciones, formas de entender la existencia. La espada, la cruz y la enfermedad se aliaron en un proceso que alteró para siempre la historia del continente. Millones de seres humanos desaparecieron en el eco de una colonización que, bajo la bandera del progreso, olvidó que el progreso sin humanidad es solo sombra. Pero no todo fue oscuridad. En medio de la devastación, hubo también encuentros, mestizajes, diálogos imposibles entre lo que llegaba y lo que resistía. Hubo comunidades que, pese a la imposición y al dolor, conservaron la raíz viva de su cultura. Resistieron los pueblos de la selva, los de la montaña, los de la pampa y el altiplano; resistieron con la dignidad del que sabe que su identidad no se entrega, que la memoria no se rinde. Y esa resistencia, que ha sobrevivido más de cinco siglos, es hoy testimonio de que la vida y la cultura son más fuertes que cualquier intento de dominación. España, como nación heredera de esa historia, tiene una responsabilidad que trasciende generaciones. Algo que aprendí cuando hace algún tiempo una mujer colombiana llamada Laura Suarez me empezo a enseñar esa parte de la historia que tan poco se conoce y que es necesario identificar en ese proceso de encuentro entre culturas.
No se trata de cargar con culpas, sino de asumir con madurez la memoria compartida. De reconocer que en aquel proceso hubo grandeza y miseria, luz y tiniebla, ciencia y barbarie. Reconocer no es condenarse: es comprender, es honrar la verdad, es tender la mano a los pueblos originarios que hoy reclaman no venganza, sino justicia y respeto. En los últimos años, España ha comenzado a mirar su pasado con otros ojos. Desde el ámbito académico, institucional y cultural se promueven visiones más honestas, más integradoras, más humanas. España defiende hoy, en muchos foros, la diversidad y los derechos de los pueblos indígenas, apoya la investigación de su historia y la preservación de su patrimonio, y fomenta el entendimiento entre ambas orillas. Pero aún queda un largo camino por recorrer. Porque el verdadero reto está en el conocimiento. En enseñar la historia con sus luces y sus sombras, con su dolor y su esperanza. En las escuelas, en los medios, en la conciencia colectiva, es necesario que se entienda que el descubrimiento no fue un cuento de héroes, sino una historia de humanidad en toda su complejidad.
Que se enseñe el esplendor de las civilizaciones precolombinas, su arte, su astronomía, su agricultura, su filosofía, su respeto a la tierra y a la vida. Que se comprenda que en su cosmovisión había valores que hoy el mundo necesita recuperar: equilibrio, respeto, conexión con lo esencial. España y Latinoamérica comparten más que una lengua y una historia: comparten destino. La sangre que corre por las venas de ambas orillas es mestiza, es memoria viva, es promesa de reencuentro. Por eso hoy, más que nunca, urge reforzar la conexión entre España y los pueblos de América Latina. No desde la nostalgia, sino desde el compromiso. Un compromiso real con el desarrollo, con la justicia social, con la educación, con la protección de los pueblos originarios que siguen sufriendo exclusión y pobreza. España puede y debe ser puente, acompañar, cooperar, aprender y también dejarse enseñar por esas culturas que siguen recordándonos que la tierra no se posee, se cuida; que el tiempo no se domina, se habita. Quinientos cincuenta y tres años después, el eco de aquella historia sigue resonando. No podemos permanecer sordos. La memoria nos llama a la acción, a la reconciliación, a la verdad. Solo así podremos caminar hacia un futuro donde la historia no divida, sino una; donde las sombras del pasado sirvan para iluminar los caminos del mañana. Porque la historia compartida no se borra: se honra, se comprende y se transforma. Y en esa transformación está la verdadera grandeza de los pueblos. España y Latinoamérica, unidas por el dolor y la esperanza, deben volver a mirarse a los ojos y reconocerse hermanas. Solo así, desde la memoria y el compromiso, podremos construir juntos un mundo más justo, más humano y más libre.
Escribe tu comentario