La celebración de la COP30 en Belém, en pleno corazón de la Amazonía, ha devuelto al centro del debate una verdad tantas veces pospuesta: El cambio climático ya no es una amenaza de futuro, sino una realidad que define el presente, por mucho que nuestra falta de escucha haga que el planeta siga estremeciéndose para advertirnos del camino trazado. Y lo hace con una crudeza que se mide en vidas, desplazamientos y pérdida acelerada de biodiversidad como señalaban los miles de representantes de los pueblos originarios en las puertas de la Cumbre.
Mi participación como invitado digital en el World Climate Summit – Belém Edition 2025 permitió observar a distancia, aunque con intensidad, la distancia que aún separa los discursos internacionales de la acción necesaria, esa que es urgente e imprescindible para paliar en la medida de las posibilidades los impactos que ya son una realidad incuestionable.
Y es que, Belém se presentó como la “COP de la verdad”. Un concepto ambicioso que, sin embargo, contrastó con la persistente brecha entre las declaraciones políticas y la inercia de los hechos, esos que son más importantes que las palabras. La cumbre volvió así a mostrar el pulso permanente entre el compromiso verbal y la resistencia de los grandes actores globales a asumir cambios profundos en modelos energéticos, productivos y financieros. Una vez más, los poderosos del mundo se niegan a enfrentar la realidad, en esa idea de no ser ellos quienes sufrirán el impacto de una situación de alarma medioambiental que impactará en sus herederos.
Hoy no existen dudas, el planeta registra ya temperaturas récord y una concatenación de los fenómenos extremos más frecuentes y destructivos que los registros humanos han podido contrastar. Las cifras lo confirman: en 2025, el calor extremo se vinculó a centenares de miles de muertes y los desastres climáticos continuaron desplazando a millones de personas dentro y fuera de sus países en esas diásporas climáticas que seguirán observándose en los próximos años. Y a todo ello, esto se suma la pérdida progresiva de flora y fauna, especialmente en ecosistemas como la Amazonía, donde la degradación supera umbrales críticos como claman quienes desde siempre conviven con esa realidad que hoy se destruye haciendo que el pulmón de la humanidad sufra un cáncer frente a la ceguera del mundo.
En este marco, uno de los puntos más destacados —y, a la vez, más reveladores— de la COP30 ha sido por ello el protagonismo de las comunidades indígenas amazónicas. Sus representantes con una dignidad de un pueblo en el que se define el timbre inconfundible de la verdad humana insistieron en algo tan fundamental como que defender el clima implica, de manera inseparable, defender la tierra, el agua y los bosques que han resguardado durante generaciones.
Por ello, el reconocimiento de su papel no puede quedarse en gestos simbólicos ni en intervenciones aplaudidas en las plenarias para la mass media, sino en hechos reales de compromiso con esta realidad de ayuda a una madre tierra hoy amenazada de muerte. Y es que, la gobernanza climática sigue sin garantizar mecanismos reales de participación ni protección efectiva frente a la minería ilegal, la deforestación o los proyectos extractivos que continúan cercando sus territorios. La contradicción por ello es evidente: Mientras la Amazonía es presentada como el pulmón del planeta, sus habitantes originarios continúan siendo los menos escuchados en las decisiones que afectan directamente su supervivencia.
La COP30 deja claro así que el margen para la inacción se ha agotado. Las grandes delegaciones pueden volver a sus países, firmar comunicados y actualizar estrategias, pero fuera de los recintos oficiales la realidad continúa avanzando sin pausa. Y esa realidad exige algo que ninguna cumbre puede reemplazar: Decisiones valientes, incómodas y sostenidas en el tiempo. Algo que se presenta como una necesidad , imprescindible. Belém ha demostrado que la lucha climática no es una cuestión técnica, sino profundamente política, pero en la que se deben de escuchar a otros actores con toma de decisión que hoy son enmudecidos a meros convidados de piedra.
Hoy el mensaje es claro, proteger la Amazonía implica frenar intereses económicos poderosos; escuchar a los pueblos originarios implica redistribuir poder y abrir espacios que históricamente se les han negado; reducir emisiones implica transformar modelos energéticos asentados durante décadas. Nada de esto es sencillo. Pero es imprescindible.
El verdadero desafío no es redactar nuevos compromisos, sino cumplirlos con la contundencia que demanda un planeta que ya no soporta dilaciones. La coherencia será, a partir de ahora, la única vara de medir: coherencia entre lo que se declara y lo que se hace; entre el discurso y la acción, entre la urgencia de lo dicho y la urgencia de las políticas; entre lo que se exige para 2050 y lo que se actúa en 2025. Y si ese camino no se recorre, el pueblo tiene la obligación y el derecho a levantarse para defender lo que hoy se nos quiere privar, el futuro de nuestros hijos e hijas.
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