Los mapas del poder global parecen estar desplazándose cada día. Oriente Medio, otrora centro geográfico de rivalidades arcaicas, hoy se convierte en el epicentro de una disputa que toca, aunque indirectamente, a las tierras lejanas de América Latina. Cuando un misil se lanza, cuando un oleoducto es atacado o una sanción se impone, las tremendas olas geopolíticas alcanzan costas tan lejanas como el Caribe, los Andes o el Chaco. En ese contexto, los países latinoamericanos tienen que ver no sólo el impacto material —energético, comercial, financiero— sino descifrar qué alianzas se están reconfigurando y cómo posicionarse con inteligencia en este tablero global.
La primera señal de atención surge en los precios del petróleo y del gas. Países del Golfo, Arabia Saudita e Irán entre ellos, son actores clave de suministro energético. Cuando sus relaciones se tensan, o alguna ruptura diplomática amenaza la estabilidad del mercado, los barriles se encarecen y los contratos se renegocian. Para naciones latinoamericanas exportadoras o importadoras de petróleo, ese efecto es inmediato. En América Latina, Venezuela, México, Brasil, Colombia y Argentina observan con lupa los movimientos de esos centros de poder. Un alza del crudo favorece a productores —aunque con el riesgo de generar inflación interna— mientras que para importadores significa ajustes abruptos en sus presupuestos de subsidios energéticos.
Pero no es solo el precio: es la ambición estratégica tras esas maniobras. Turquía impulsa un expansionismo diplomático que busca influir en África y Asia. Irán, debilitado por sanciones, busca aliados en el sur global. Arabia Saudita, enfrentado con rivalidades regionales, redefine sus prioridades de inversión. Israel, con su pujanza tecnológica, expande acuerdos de defensa y agricultura inteligente. Son movimientos que tienen efectos colaterales en América Latina, región donde muchos países compiten por inversiones en infraestructura, energía renovable y desarrollo tecnológico.
Como ejemplo concreto, en 2025 se firmaron acuerdos de cooperación agrícola entre Israel y algunas naciones latinoamericanas, para transferir tecnologías de riego por goteo, desalinización y semillas resilientes al cambio climático. Estos convenios no solo implican venta de tecnología, sino vínculos diplomáticos más estrechos con países que históricamente no han sido aliados estratégicos del bloque latinoamericano. Esa apertura puede diversificar las fuentes de cooperación, pero también implica riesgos de alineamientos políticos.
Del mismo modo, Arabia Saudita ha anunciado programas de financiamiento para infraestructura energética en América Latina, especialmente en plantas de hidrógeno verde y energía solar. La promesa de capital fresco atrae la atención de gobiernos en busca de acelerar su transición ecológica. Sin embargo, ese financiamiento viene acompañado de expectativas de asociación política, acuerdos preferenciales y presencia diplomática que podrían condicionar decisiones locales. El desafío para los países latinoamericanos es negociar esos acuerdos desde la defensa de su soberanía y no desde la urgencia.
Un segundo impacto visible es el impulso a redes diplomáticas paralelas. Turquía, Irán, Arabia Saudita e Israel han fortalecido sus oficinas culturales, diplomáticas y comerciales en América Latina en los últimos años, muchas veces ofreciendo becas, intercambios académicos y cooperación militar. En Brasil, México, Perú y Colombia, las embajadas de esos países se han vuelto más visibles en foros académicos y sectoriales. Esa presencia reconfigura las alianzas tradicionales: no solo con EE. UU. o Europa, sino con actores del oriente que antes tenían escasa influencia en la región.
Para los gobiernos latinoamericanos, esto plantea una encrucijada de diplomacia múltiple. Mantener vínculos con Estados Unidos y la Unión Europea es esencial, pero ignorar a los nuevos actores puede dejar un vacío que será ocupado por intereses que no necesariamente comparten las mismas prioridades democráticas. Equilibrar esa multialineación exige capacidad diplomática sofisticada y visión estratégica.
El comercio también se está reordenando. Latinoamérica exporta no solo materias primas, sino también recursos agrícolas, minerales estratégicos y productos manufacturados. La competencia entre potencias crea nuevas rutas de demanda. Asia ya es un cliente importante. Medio Oriente empieza a aparente como un nuevo mercado emergente para alimentos, fuentes de tecnología y energías alternativas. Países latinoamericanos pueden aprovechar la tensión oriental para diversificar sus destinos de exportación más allá del Atlántico y el Pacífico tradicional.
Sin embargo, esas posibilidades requieren reformas internas. La infraestructura logística en muchos países latinoamericanos sigue siendo deficiente. Un productor que puede vender a Medio Oriente necesita puertos eficientes, transporte multimodal, certificaciones sanitarias, acuerdos de libre comercio, seguridad jurídica. Si esas barreras no se rompen, la oportunidad se diluye en costos adicionales y complejidades burocráticas.
En ese contexto, la cooperación técnico-diplomática con países del oriente puede aportar know-how para la modernización logística. Israel ofrece experiencia en tecnologías portuarias, Arabia Saudita tiene recursos de capital y Turquía experiencia en ingeniería. Si América Latina logra conjugar esas alianzas con sus propios intereses, podría acelerar su desarrollo productivo.
Otra dimensión importante: la seguridad y los asuntos militares. Aunque Latinoamérica no vive conflictos armados como Oriente Medio, las nuevas relaciones diplomáticas implican acuerdos de defensa, intercambio de inteligencia y cooperación contra amenazas globales (ciberseguridad, tráfico de drogas, terrorismo). Algunos países ya han firmado contratos de venta de drones, satélites o sistemas de vigilancia con firmas israelíes o turcas. Eso puede fortalecer la capacidad nacional, pero también genera debates sobre soberanía militar y riesgos de dependencia externa.
La cultura y la opinión pública también juegan su papel en esta dinámica. En América Latina se observa un aumento del interés por temas del Medio Oriente: las noticias de guerra, los debates sobre Palestina-Israel, las manifestaciones de solidaridad, las comunidades árabes e islámicas locales. Eso redefine parte de la agenda mediática y política regional, que ahora incorpora más activismo internacional. Los gobiernos deben responder a esas sensibilidades al formular su política exterior.
Finalmente, la gran prueba de esta nueva era es la coherencia diplomática. Nada erosiona la credibilidad más rápido que adoptar discursos ambiguos o contradictorios. Si un país suscribe acuerdos energéticos con Arabia Saudita pero al mismo tiempo critica sus posturas en derechos humanos, se expone al desgaste político y al cuestionamiento internacional. América Latina necesita definir principios comunes —paz, multilateralismo, derechos humanos— que guíen sus alianzas con poderes del Oriente.
En conclusión, los vientos que soplan desde Oriente no solo sacuden las costas del Medio Oriente; atraviesan los océanos y se sienten en cada ciudad latinoamericana. Los altos precios energéticos, las nuevas rutas de comercio y la reconfiguración diplomática ofrecen oportunidades reales. Pero aprovecharlas exige visión estratégica, fortalecimiento institucional y una diplomacia que no repita viejos errores de dependencia. Quien logre combinar pragmatismo con principios podrá posicionarse no como una zona periférica, sino como un actor legítimo y con voz propia en el nuevo orden mundial.
Escribe tu comentario