El concepto de coworking nació en San Francisco en 2005 como respuesta a la soledad de freelancers y pequeños emprendedores. En América Latina, la primera ola llegó alrededor de 2010, con iniciativas en Ciudad de México, Buenos Aires y São Paulo. Eran espacios modestos, pero con una idea poderosa: ofrecer no solo escritorios compartidos, sino también comunidad, eventos y redes de colaboración.
Una década más tarde, el coworking dejó de ser rareza para convertirse en tendencia consolidada. Según datos de Deskmag (2023), América Latina es hoy la tercera región del mundo con más rápido crecimiento en espacios de trabajo colaborativo, solo detrás de Asia y Europa.
Los gigantes de coworking en Latinoamérica WeWork llegó a México en 2016 y hoy opera en más de 10 ciudades de la región, incluyendo Bogotá, Buenos Aires y Santiago de Chile. Selina (Panamá) híbrido entre hotel y coworking, con presencia en destinos turísticos como Playa del Carmen, Medellín y Florianópolis. Co-innova (Colombia) iniciativa local que combina coworking con incubación de startups. Impact Hub red global con nodos en São Paulo, Ciudad de México, Caracas y Lima, orientada a proyectos de impacto social.
Estos gigantes marcaron la pauta, pero lo más interesante ha sido la proliferación de espacios independientes y comunitarios que responden a realidades locales.
La pandemia aceleró un giro inesperado: el coworking ya no se limita a las grandes urbes. Pueblos de montaña, villas costeras y ciudades intermedias empezaron a recibir trabajadores remotos que buscaban calidad de vida, tranquilidad y contacto con la naturaleza.
Ejemplos:
Este desplazamiento descentraliza oportunidades y desafía el modelo centralista que históricamente ha marcado la región.
Los espacios de coworking generan impactos múltiples:
Ejemplo: en Medellín, un estudio de la Alcaldía (2023) mostró que cada nómada digital gasta en promedio 2.100 dólares mensuales, un ingreso que dinamiza la economía local más que el turismo tradicional.
Algunas ciudades comenzaron a ver en el coworking un motor de desarrollo:
Sin embargo, en muchos casos los gobiernos aún no entienden el fenómeno y lo tratan como simple “turismo alternativo”.
La frontera entre coworking, coliving y residencias creativas se difumina. Surgen modelos híbridos donde jóvenes trabajan, conviven y desarrollan proyectos colectivos, como lo son el Outsite (México y Costa Rica): ofrece membresías globales para vivir y trabajar en distintas ciudades. KreArte (España–Latinoamérica): vincula residencias artísticas con espacios de coworking cultural. Selina Labs: experimenta con comunidades temporales de emprendedores que viajan de ciudad en ciudad.
Estos modelos responden a una visión generacional: el trabajo no se separa de la vida, se integra en comunidades móviles y colaborativas.
Los retos para Latinoamérica en el desarrollo de espacios para los viajeros o nómadas digitales como fundadores de startups es la mejora en Conectividad rural: sin internet de calidad, el coworking en pueblos seguirá siendo marginal. Sostenibilidad: algunos espacios generan impactos ambientales negativos al saturar servicios básicos en pueblos pequeños. Inclusión local: es clave que los jóvenes de las comunidades sean parte de los coworkings y no solo espectadores de extranjeros. Políticas de largo plazo: los gobiernos deben integrar el coworking en estrategias de desarrollo territorial, no verlo solo como moda pasajera.
El sociólogo chileno Rodrigo Urrutia lo plantea con crudeza: “El coworking puede ser motor de innovación, pero también una nueva forma de colonialismo digital si no integra a las comunidades locales. No se trata solo de traer laptops a los pueblos, sino de generar desarrollo real para quienes viven allí”.
El coworking sin fronteras es un fenómeno en plena expansión en América Latina. Tiene el potencial de revitalizar territorios, crear empleos y conectar a la región con la economía global. Pero su éxito dependerá de cómo se gestione: si se convierte en plataforma de inclusión y desarrollo local, será una revolución positiva. Si, en cambio, refuerza desigualdades y desplaza comunidades, quedará como un espejismo más en la historia de promesas incumplidas.
La oportunidad está sobre la mesa: transformar los coworkings en espacios donde la innovación se combine con justicia social y donde la colaboración no sea solo un lema de marketing, sino un verdadero modelo de vida y trabajo para las nuevas generaciones latinoamericanas.
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